miércoles, 23 de enero de 2008

La freidora

Hoy he cambiado de escenario. Etoy escribiendo en el escritorio de la salita, donde está el ordenador. Pero en mi libreta, eso sí. El bolígrafo y la hoja cuadriculada siempre me inspiran más.

Resulta ser que hoy tendría que haber celebrado algo. Sí, esas fechas señaladas que hay que celebrar por calendario o porque alguien se lo inventó un día. Pero a mí no me gustan las imposiciones y por tanto, tampoco celebrar cuando no se tienen ganas. Pero una madre es una madre y a la mía se le ocurrió la feliz idea de regalarme… ¿a que no lo adivinas, Congo?... Una freidora. Sólo de ver la caja ya me asusté. Todavía reposa en el suelo de la cocina dentro de la bolsa plástica del establecimiento. No fui capaz de abrirla. Yo creo que mi madre todavía no perdió la esperanza de que me dedique de lleno a la cocina y no quiero decepcionarla pero a ver como consigo mañana decirle sutilmente y sin herirla que para qué queremos Senia y yo una freídora… que con una sartén ya nos apañamos… Si es que además ella sabe que me gustan más las patatas cocidas. Es lo que tienen las sorpresas. Antes siempre me preguntaba qué quería o me daba el dinero, directamente, para que me comprase algo, ropa generalmente. Pero hoy no, hoy ¡toma sorpresa!. Freidora de patatas. También puedo freir croquetas, chipirones, calamares… Tal vez hasta cuando la abra me gueste y todo. Aunque no lo creo porque a mi este año lo que de verdad me apetecía era lo de siempre. Ya había decidido lo que quería comprarme: un conjunto de ropa interior de esos de caprichito. Y claro, esto y la freidora no tienen mucho que ver. Para colmo mi padre se empeñó en que me comprasen la de tres litros, según contó mi madre. A ella le gustaba una mini que decía que para las dos nos llegaba pero no… mi padre “caballo grande ande o no ande”, la más grande. En fin, a ver como arreglo este desaguisado porque está claro que la freidora no me hace ninguna ilusión.

Para seguir celebrando mi día después de comer con mis padres, con la freidora en el maletero y con un calor de mil demonios me fui a hacer la compra al Hiper porque no podía demorarlo más. Odio hacer la compra, ya lo sabes. El carro, ir tachando la lista conforme meto los productos al carro, descargar el carro para pagar, volver a cargar el carro, las bolsas del carro al coche, deshacerme del carro, ir a casa, dejar el coche ante la puerta del ascensor, bajar las bolsas, aparcar el coche, meter las bolsas en el ascensor, llevarlas desde el ascensor a la puerta de casa, abrir y llevarlas hasta la cocina y ya por último colocar cada cosa en su sitio. Sí es que es cansado sólo con leer todo esto. Es demasiado para mi y además siempre acabo comprando más de lo que pensaba.

Cuando estaba en el aparcamiento del Hiper celebrando mi día y agotada hasta lo indecible me llamó un amigo para tomar un café y una charla de amigos siempre sienta bien. Por lo menos darme un respiro.

Y después de nuevo “hogar dulce hogar”. Es decir, plancha, lavadora, cena, duchas, deberes, discusiones con Senia… en fin… rutina diaria.

Cuando llegué a casa te eché tanto de menos, Congo. Tenía ansiedad de abrazarte, de oir tu voz. Ese tipo de ansiedad que no se cura con ningún ansiólítico. Pero siempre me queda soñar, imaginarte que estás a mi lado ahora… y eso es más que nada.

Anda, ven, quiero cantarte al oído un bolero, acércate así…

“Te extraño, como se extrañan las noches sin estrellas
como se extrañan las mañanas bellas

no estar contigo...

1 comentario:

Paz Zeltia dijo...
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